domingo, 8 de enero de 2012

Réquiem: dialéctica de la apostasía


El que habla pertenece. Se pertenece a sí y a lo demás. No sea esto una frase de bellas palabras y ritmo agradable: hablar en términos filosóficos significa mostrar, exhibir, a la vez que ajustarse a medida alguna. Así, una opinión, una aseveración, constituyen el paso de la ubicuidad a la ubicación. Basta escuchar al hablante para tejer, de manera más o menos adecuada, un retrato de este. Y el compromiso del hablante es entenderse a sí mismo a través de los demás. Esto es lo que se entiende por dialéctica.

Asimismo el que habla no dice lo que le mueve a hacerlo. Solo puede trazar un borde alrededor de su deseo. La palabra se vuelve huidiza al hablar. Pueden lograrse, sin embargo, aproximaciones al verdadero motivo. Es ahí que emerge la pieza. En lo que vemos se esconde lo que no vemos, pues, ante la pieza, para ver es necesario pasar el estado de lo presente. Y este presente es al mismo tiempo en el plano (está presente) como en el tiempo (se hace presente). La pieza se enreda con y en su memoria. La pieza se abraza al tiempo. Y el tiempo es el margen, inevitable, del cambio. En este sentido la palabra no puede –jamás podrá- ser la misma. Tomemos así a la palabra como una muy flexible bola de goma que bota entre innumerables paredes, que cambia constante y caprichosamente de color como de forma, velocidad y trayectoria.

Partiendo de esto se tiene que considerar hablar de arte, tratarlo, desde una perspectiva del imaginario simbólico. Dicho con otras palabras hemos de hablar con la imagen hasta donde alcance la imaginación. Hemos de hablar en ese modo como hemos asimismo de partir desde la aceptación de la imagen como tal, es decir, no como una serie de trazos sobre una superficie, sino como un producto lingüístico que ha cobrado existencia, pues la existencia que se le confirió radica en nuestro universo simbólico. La pieza es entonces un producto de la fuerza del deseo de crearla. Esta imposibilidad empuja a la pieza a su existencia. No es la pieza lo que veo yo al enfrentarme a ella: al verla, al anverso de lo que veo está mi mundo en una suerte de correlación con eso que no conozco.

En el primer tomo de Observaciones sobre la filosofía de la psicología de L. Wittgenstein, este habla de la posibilidad de reconocer, por medio de una imagen, algo (en este caso un conejo) sin haberlo visto antes. Y una vez habiendo conocido presencialmente al conejo inferir que eso era lo que veía en el dibujo. ¿Cómo es posible esa situación? Entendemos que existen mecanismos neurológicos que nos preparan para dicho reconocimiento, aunque no es mi interés hablar de ellos. A lo que quiero llegar es que poseemos esa capacidad de crear espacio en el plano, de la misma manera que poseemos la capacidad de hablar del ser sin haberlo podido determinar jamás. A este tipo de cuestiones se les conoce como “misterios”. A propósito de misterios, a fin de comprender cómo es necesario pensar las cosas para entrar en el ser de ellas como tal, G. W. F. Hegel escribe (Fenomenología del Espíritu, FCE, 1966, trad. De Wenceslao Roces, p. 65): “como advertimos, el lenguaje es lo más verdadero; nosotros mismos refutamos inmediatamente en él nuestra suposición, y como lo universal es lo verdadero de la certeza sensible y el lenguaje sólo expresa este algo verdadero, no es en modo alguno posible decir nunca un ser sensible que nosotros suponemos”. Esto es, nombrar implica conferir existencia.

El espacio es creado en la infinitud del plano, pues la ausencia de algo equivale a su eternidad. No es necesario el espacio-fondo; ni siquiera es necesario el espacio real para plantear el espacio simbólico. Si bien todo lo contrario: debemos ignorar, transgredir el espacio real para plantar en su lugar el espacio simbólico. De otro modo nunca pasará el objeto-pieza de ser un mero objeto inerte. En el hacer la pieza se devela el misterio de su nacimiento. Hay que ignorar lo aprendido para acceder a este terreno, o como dijera F. Nietzsche en “El nacimiento de la tragedia” (Ed. Pigmalión, 2010, la traducción es mía, p. 8): “ver la ciencia bajo la óptica del artista y el arte bajo la óptica de la vida…”

Este cambio de visión exige una aniquilación de sí para darse en su ser otro. En palabras de Hegel (op. cit., p. 69): “cabe decir a quienes afirman aquella verdad y certeza de la realidad [Realität] de los objetos sensibles que debieran volver a la escuela más elemental de la sabiduría, es decir, a los antiguos misterios eleusinos de Ceres y Baco, para que empezaran por aprender el misterio del pan y el vino, pues el iniciado en estos misterios no sólo se elevaba a la duda acerca del ser de las cosas sensibles, sino a la desesperación de él, ya que, por una parte, consumaba en ellas su aniquilación, mientras que, por otra parte, las veía aniquilarse a ellas mismas”. Es esto el movimiento filosófico, el cambio operado en el enfrentarse a lo otro de sí. De esta suerte, la apostasía es flagrantemente cometida.