miércoles, 28 de julio de 2010

El arte en el tiempo, la historia en el arte.
El tiempo en la historia.
Capítulo uno

La historia es un asunto serio, minucioso, complicado y tan curiosamente cambiante que no puede darse como fórmula de rotafolios como se acostumbra en las escuelas. Está llena de sutilezas a las que se debe prestar la mayor atención, pues en función de estas se logra la comprensión de sus intrincados cambios, los cuales no son sino lógica consecuencia de lo que Wittgenstein llamó nuestro enredado entendimiento (die unseres verknoteten Verstandes), cuando hablaba de cosas complejas: “La complejidad de la filosofía no está en su materia, sino en nuestro enredado entendimiento”; pues de una u otra manera las cosas que vemos, apreciamos y estudiamos tienen, cada una, cierta relación particular con la filosofía. Y este es el asunto que nos trae aquí a tratar de pensar el arte, de discurrir el arte, aprehenderlo.

Citando un escrito publicado en 1999, a cuyo autor desconozco y que seguramente está ya perdido, “cualquier intento por definir el arte es mera pretensión.” Pues cualquier determinación de un asunto tan complejo no puede pasar el epíteto del término. Y una de las razones de esta imposibilidad reside en el problema del tiempo. El arte como su propia historia, y nosotros con ello. Somos tiempo. Somos historia. Pero no podemos garantizar que el tiempo sea historia, ni que la historia sea tiempo. Se complica la situación; mejor dicho, la cuestión es compleja per se.

Podemos pensar el tiempo como un transcurrir de esa forma natural de desplazamiento. Luego se enrarece por la extraordinaria característica humana de adaptarlo todo a sí mismo: “Quizá la dificultad radique en que se toma el concepto de tiempo del tiempo físico y que se aplica al curso de la vivencia inmediata. No hablamos de imágenes pasadas, presentes y futuras.” Y en esto reconocemos la aparente aporía. ¿Imágenes presentes? ¿cómo? Y, ¿de qué modo podemos pensar imágenes pasadas? ¿Es posible la concepción de imágenes futuras? Casi tendría que aceptarse que la imagen no se puede conciliar con el tiempo. Y de ser esto así el paso siguiente es excluir a la imagen del tiempo, simultáneamente con excluirla de la historia. Proceder de este modo derrumbaría todo el edificio de nuestro entendimiento. Entonces, ¿porqué y para qué la historia del arte?

Se entiende la historia como la narración o descripción presente de los eventos pasados. Ya esto presupone un callejón sin salida. El mero dato apenas dice algo por sí solo. Necesitamos, pues, de una interpretación del dato. Y esta pirueta implica trasladar el tiempo, sacarlo del suyo correspondiente y traerlo al nuestro. ¿Es posible esto? La historia parece, entonces, quedar reducida al absurdo. Al mismo absurdo que constituyen el arte, la religión y la filosofía.

sábado, 24 de julio de 2010

Edgar Argáez:
de anfibios y pez






En la virtud del lance se reconoce el portento del torero. La figura. El manejo. Eso que no es ensayado. Lo que las miles de pasadas forjan en la bestia feroz. Aquí, en el preciso instante, el entrenamiento da paso al movimiento innato, al dominio espacial que exige rigurosamente el traslado, necesariamente perfecto, para evitar la cogida del toro. La fuerza, pues, no está en el movimiento; mucho menos en el enfrentamiento con la bestia. La terrible potencia es forzosamente una, es decir, el diálogo con el antiguo maestro que parece hablar puntualmente a aquel cuya existencia jamás pudo prever, a la vez que el lenguaje propio, adquirido pero interno, el color de la letra trasladado a otro tiempo, a un espacio no planeado. Tal rompimiento desplazado nos dice que se prosigue, se retoma, el espíritu de una época aparentemente perdida, olvidada. Esto es lo que conocemos como la memoria de la cultura, lo cual no habla sino de un total desconocimiento de la potencia creadora. Podemos ver y hacer siempre que no se encuentre el origen de la línea.


Edgar Argáez, Bacalar, tapiza con una mezcla muy particular las superficies a las que se enfrenta. El mosaico que delata al sátiro-nagual entretejido con la caprichosa vegetación propia de los hermanos Lagarto, sus criaturas divertidas y tenebrosas. Y la línea como puente de todo. La línea como eso que trama a la letra con el dibujo. Una atroz sugerencia del posible nacimiento de la gráfica. La atrevida opinión, a la vez salvaje y prosaica, del parentesco entre el fauno y el cotorro, entre ese monstruo nacido de las profundidades dionisiacas y la pin up a la cual se le permitió coquetear con una lascivia casi infantil los calendarios cincuenteros.





Este mosaico, necesariamente provocado de consumir el imaginario de los distintos Méxicos en tiempo y espacio, llamado en las madrugadas del encierro descubierto en la laguna de Bacalar, encuentra su lugar en el terror que impide ver ese rincón abierto donde la cultura que hoy le es huésped y modelo; el verdadero olor de una ciudad que en su desarrollo acentúa el carácter que le define desde antes de llegar la cristiandad judaica. La crueldad del espíritu regiomontano, la pesadez de su humor, se dejan ver tanto como el aire que inunda las calles de Ruperto Martínez y Colegio Civil. Ambas son el núcleo oscuro, el chancro revestido con suaves túnicas. Necesariamente en ese orden. Este imperativo anuncia, pues, el encuentro entre el Lagarto y el Bacalao.
















Edgar Leal