sábado, 4 de junio de 2011

La cultura en memoria, in memoriam culturae

La cultura posee un carácter propio, de eso no hay duda. Y los rasgos de ese carácter son adquiridos. Así, la cultura forma una especie de fósil que le determina continuamente. El clima, por ejemplo, es un determinante de la cultura: toda forma cultural queda así inevitablemente en una estrecha relación con el comportamiento climático de su tierra. No es gratuito que los antiguos hayan desarrollado sus rituales de primavera o invierno, sellando sus solsticios y equinoccios con sangre y vida. De hecho la forma más compleja y pletórica de significados está precisamente en el soporte subyacente de esos rituales "mítico-mágicos", pues sabemos que la mejor forma de explicarse el mundo y hermanarse con él es a través del mito, ya que constituye el reinvocar y recrear las fuerzas oscuras que proceden de la naturaleza, al mismo tiempo que es un modo de convivencia y comunión con la tierra.

Estas creaciones simbólicas son las pautas que originan el carácter expresivo de un pueblo. Los rituales de la triple diosa lunar, antecedente de los rituales dionisiacos que dieron vida a la tragedia, o el ritual del reverdecer de la tierra por ciertas culturas prehispánicas son ejemplos de los hallazgos que el ser humano ha realizado en su imperiosa necesidad de calmar ese terrible malestar que significan permanencia y desaparición, vida y muerte. El ser humano no sabe lo que busca, pero le persigue una angustia indecible, que calma únicamente la identidad en el nudo de esos símbolos, simultáneamente creadores y creados. Es así que se creó dioses, uno o muchos, pues ese dios incognoscible comienza -y continúa, sin terminar- por ser el insondable, el misterioso; el depositario de fuerza creadora, verdad y vida que nos sostiene en el día a día. Una de esas formas y manifestaciones de deidad es, directa o indirectamente, el arte; de lo contrario, ¿qué sentido tendría seguir buscando la melodía, la composición o la coreografía? ¿para qué seguir escribiendo si "ya todo está visto, escuchado o escrito"? Esta podría ser una difícil pregunta para los teóricos de la posmodernidad, y la justificación al hartazgo del hipermoderno queda entonces en ese "no saber y no querer saber" de la vida, buscando el vértigo como medida urgente a la angustia de vivir y morir.

Una característica de la contemporaneidad es la multiplicidad de los textos, en el amplio sentido de la palabra. Una maestra de jardín de niños realiza un acto heroico protegiendo la vida de un grupo de niños y en pocos días da la vuelta al mundo. El muy conocido caso del 9/11 es otro claro ejemplo de cómo la información parece no tener ya barreras de tiempo o espacio. Se desarrolla una complicada uniformidad de estilos o "idiomas", desde el hablado y escrito hasta los formatos de música o piezas de arte, en prácticamente cualquier cultura que tenga acceso a los medios de comunicación, principalmente internet. Su antítesis es la presencia de localismos más notorios que en años anteriores. No es, en absoluto, contradicción alguna: el refuerzo de una anuncia y amenaza el declinar de la otra. Se trata de una antinomia, un juego dialéctico.

Ahora bien, ¿quién es el responsable de la globalidad? Todos, hasta cierto punto. Esto implica hacer uso de las herramientas que tenemos al alcance como saber quiénes somos en el sentido de quiénes hubieron antes que nosotros. Se abre la discusión de las instituciones: el reino o el estado dicen quién gana y quién pierde. De esta manera, por ejemplo, de los niños héroes apenas queda un lejano recuerdo -es muy divertido ver cómo un alto porcentaje de la población mexicana necesita hacer un verdadero esfuerzo en recordar los nombres de los seis personajes que aparecían impresos en esos billetes de $5,000 pesos hace apenas 20 años- y la expropiación petrolera ya no despierta el orgullo nacional como lo hacía treinta años atrás, posiblemente debido, entre otras cosas, a su parentesco con las expropiaciones que el partido nazi hiciera de muchas propiedades judeoalemanas en la misma época que Cárdenas. Esto no significa -ni mucho menos- que la historia estaba mal contada, o que no se decía la verdad: quede claro que tan ciertas y tan falsas son ambas versiones, y la historia contada de esa manera termina más bien en un chismógrafo que en la narrativa del haber humano. Sin embargo sí es responsabilidad nuestra que, teniendo los medios al alcance sepamos usarlos, sopena de convertir a una humanidad hipertecnologizada en hiperanalfabeta. Mi particular criterio es que restándole importancia a la tecnología se acentúa la atención en la información que vemos con esa velocidad propia de internet. Es curioso ver cómo la cantidad de información que consumimos es monstruosamente mayor a la que consumíamos hace 50 años. Sin embargo eso no refleja siquiera un asomo de mejora, progreso o evolución, sino un drástico cambio en la visión del mundo. De algún modo las herramientas de las que disponemos viran el timón de lo que pensamos, no del mismo modo que la naturaleza: esta última forja el carácter; aquélla nos plantea posibilidades de subsistencia y permanencia. Real o simbólica, pues, a fin de cuentas, "todo lo ideal es real; todo lo real es ideal".

Eso respecto a la globalidad. Y de la localidad, ¿quién es responsable? Es importante mencionar que la fuerza de la cultura depende, en grandísima medida, de la importancia que sus individuos le den. Esa fuerza queda contenida en el lenguaje-mundo que le constituye. El pueblo que guarda sus tesoros en forma de arquetipos -teogonías, rituales- está destinado a no morir: se transforma. Sus individuos mueren; su núcleo no. Y reaparece inesperadamente, cuando nadie le espera.

Monterrey tiene una historia corta. Su fundación lleva apenas 414 años. Muy al contrario de otras poblaciones -México, D.F., Michoacán, Oaxaca- que fueron conquistadas, en toda la zona de lo que es ahora el noreste de México las tribus que habitaban la región fueron exterminadas. Las causas son diversas y no es tema de este escrito discurrirlas. El punto importante es que casi no quedan vestigios de esas culturas. Lo que queda de ellas es muy poco. Se sabe que no tenían documentos históricos y que, debido a su nomadismo, las construcciones que realizaban eran de materiales perecederos que no sobrevivieron al tiempo. Únicamente se conocen algunas palabras de los lenguajes que hablaban, se tiene referencia de sus vestimentas y poquísimas costumbres. Entre los pocos relatos que se conocen de ellos hay alguna que otra historia de personajes antagónicos. Cabe mencionar que no se conoce de ellos en gran medida por las hostilidades que mostraban tanto los denominados chichimecas hacia judeoespañoles como viceversa, aparte de que no tenían tesoro alguno que despertara el interés y la curiosidad del conquistador, como fue el caso de Tenochtitlan. Sin embargo, de esas pocas cosas que se conocen, se sabe que los naturales de estas regiones comportaban un carácter rudo, recio y agreste. Igual que la tierra. Igual que los regiomontanos. No me parece descabellada la idea de comparar a estos grupos nómadas con otro grupo, este último cultural y no étnico, que presenta ciertos rasgos de nomadismo y muy similares características de agresividad y crueldad: los cárteles que ahora inundan la zona. Este será el tema de un capítulo posterior. Por lo pronto queda abierta la cuestión: ¿cuál sería el resultado de la producción simbólica regiomontana si conociera un poco sus antecedentes? Posiblemente sea esa la explicación de que las escuelas de arte estén llenas de maestros de estética que no saben de estética o que pululen los artistas que parafrasean a Martin Heiddeger o Michele Houellebecq sin haber leído más que algún ensayo de ellos. Y muy lejos de comprenderlos, creer que los comprenden, oscurece aún más el panorama.

jueves, 2 de junio de 2011

La educación del arte: intención sobre la imposibilidad

A Ludwig Wittgenstein siempre le preocuparon los problemas referentes al pensamiento en una estrecha relación con el lenguaje. Para él, durante su primera etapa filosófica, todo lo que puede ser pensado puede ser dicho. De este modo, las cosas que se digan deberán decirse de manera clara y concisa. Cuando algo no se puede articular, entonces no puede decirse, o simplemente está mal planteado. De ahí que alguna vez haya planteado que tanto de ética como de estética no se pueda hablar, pues, según dice, ambas son trascendentales; incluso afirma que ética y estética "son una misma y sola cosa" (Tractatus Logico Philosophicus). Sus etapas posteriores transitan en el límite de lo pensable a partir del modo en que nosotros, los seres humanos, construimos el mundo mediante nuestras formas lingüísticas. A este modo de entendernos entre nosotros le llamó "juegos de lenguaje". Al inicio de "Observaciones filosóficas" se pregunta: "Se puede decir: ¿El niño debe aprender a hablar algún lenguaje determinado, pero no a pensar?". Esta pregunta resulta mucho más complicada de lo que parece a primera vista. Una cosa es hablar como efecto de aprender a designar esto o aquello. Otra cosa muy distinta y más complicada es designar estadios psíquicos, modos de sentir o movimientos del humor. Y encima de estas dos cuestiones tenemos el problema de la articulación: ¿en qúe momento y bajo qué circunstancias el niño aprende a articular, a partir de las palabras que va almacenando y en tanto aprende a distinguir las distintas sensaciones que experimenta? ¿Hay algo que lo determine? La respuesta no puede reducirse a un enunciado corto y decisivo: las funciones cerebrales son infinitamente más complejas que eso, al mismo tiempo que el tejido social es igualmente complejo y se adapta con el individuo de una manera única en cada caso. Así es que se dice que el individuo es único e irrepetible.

Un problema análogo a la adquisición del lenguaje en relación con el modo de articular se nota con la cuestión del aprendizaje en el arte. El aprendizaje técnico es un asunto que se puede dar sin mayores complicaciones: la mezcla de los colores, el tratamiento de los materiales, temperatura, presiones, humedad relativa. Articular con la imagen es el otro lado de la moneda. Eso no se aprende en el taller con la asesoría de un maestro. Y cuando decimos educación del arte, ¿en qué estamos pensando puntualmente? ¿es la enseñanza técnica lo único que se puede aprender en el arte? Pues por enseñanza técnica no solo voy a entender cómo dibujar, pintar, amasar, modelar o fundir, sino también qué libros leer, qué autores discurren mejor tal o cual cosa, así como aprender a distinguir piezas que históricamente han tenido determinada importancia o cuál es la mecánica institucional que sigue eso que se produce para convertirse de una composición en una pieza de arte.

Ahora bien, al reunir todas las características técnicas que debe llevar un estudiante para hacer sus estudios, ¿se concede que es todo lo que el estudiante debe saber? Está la cuestión de el "estilo propio", "maduración" o términos por esa guisa. ¿Y en dónde lo aprenderá el estudiante? ¿Hay alguna clase en donde el alumno deba aprender a pensar? O por el otro lado, ¿Hay alguna clase en la que aprenda a desarrollar una composición?

Es obvio que algunos logran aprender -cabe mencionar que muchos de ellos no lo logran- cómo articular, cómo desarrollar una composición, que ésta haga sentido y que adquiera un valor simbólico histórico y personal expresivo, pero no es fácil decir en qué consiste este aprendizaje. Podemos pensar que, al igual que con la adquisición del lenguaje en el niño, en el estudiante ocurre un proceso muy similar. Solo que aquí en el terreno del arte, que tiene la extraña facultad de convertir el plomo en oro, mientras que el habla goza de la virtud de crear un mundo en la virtualidad total, abstracta, del lenguaje.