jueves, 25 de febrero de 2010

La Falla en el Origen




"Im anfang war die tat". (En el principio fue la acción) Faust I. Terrible afirmación de Goethe. La finalidad de hacer, esa intención precisa, puntual, sobre lo que acontece, o crear el acontecimiento en el lugar que se pretende es lo que comúnmente considera esa segunda cara del arte como disciplina de trabajo, disciplina que debe tener sus propios motivos. El motivo es, así, la formalidad del arte en su hacer. Hacer-del-arte. Hacer arte. Esa actividad humana que queda patente en toda cultura. Y por eso mismo es el hacer del arte siempre verdadero, siempre único como siempre elevado a la calidad de eso que se dice en el lugar que le pertenece.

El solo hecho de la existencia del arte nos hace, de modo implícito, copartícipes del misterio, de lo impenetrable. Y jugamos a observar lo mismo en donde no hay nada. El sueño de la arbitrariedad semiológica hecho realidad. Pero esa misma arbitrariedad no lo es tanto. Al menos no de esa manera. Pues lo que hacemos y lo que somos es precisamente lo que nos hacemos y los que nos somos. Creamos un mundo ciego. Creamos un mundo que hacia afuera tiene visos increíblemente luminosos y busca direcciones como arriba, adelante, mientras que hacia adentro opera en la más profunda oscuridad y siempre permanece idéntico a sí mismo y en el mismo lugar

No se trata, pues, de la búsqueda infinita del ser, una ontología de la infinitud. Toda la historia de la filosofía está llena de esos intentos, y Wittgenstein no estuvo equivocado al confirmar la calidad de absurdo de la mayor parte de las cosas que se han escrito sobre cuestiones filosóficas. No es fortuito que la tarea de la filosofía haya tenido que cambiar de rumbo y variar su profundidad. Esa es hoy, de cierta manera, tarea del arte.




La vuelta del arte en Monterrey, eso que puede entenderse como la abrupta intervención de la modernidad que a su vez fue atropellada por eso que sobrepasa lo moderno, eso que sin pudor alguno llaman posmoderno, como mostrando un lomo plateado por efecto de peróxido. Un grupo de artistas, aquellos que súbitamente surgieron, que mostraron sus haceres y que permearon la escena de lo indecible, lo injustificable; aquellos que brotaron de la seducción de las palabras de Foucault, de la plasticidad de Hirst, que juraron entender de una vez por todas a Duchamp y Lacan. Un espacio que parecía incausado, inmaculado de historia. El guiño de la posmodernidad, el fin de la historia, esa oportunidad de decirlo todo sin decir nada. El contrapeso de la historia terminada es justamente lo que no dice la historia terminada: todos los momentos anteriores son este preciso instante. La indicación del presente es nítida: presencia. Y lo que se dio a sí mismo para dar a su vez este momento es cruel testigo de que el pasado imprime en la memoria.

No es gratuito que Orlando Maldonado esperara tantos años para exponer su obra, para exponerse, espaciarse. Sus piezas, con muchas cosas por preguntar, infinitud de dudas más que aciertos, muestran lo que permaneció oculto en el escenario por tantísimo tiempo. El objeto tras el objeto, ambos desnudados, despojados, desposeídos de su propia objetualidad. El objeto que se nombra a sí mismo. El objeto que es el sujeto. Orlando mismo convertido en su objeto, subjetivando sus mesas. La espacialidad replanteada, vuelta a hacer. El imposible espacio que media entre las páginas de un libro. La infinitud temporal entre la figura y el fondo, a su vez con la letra de la página siguiente, tocándose por esa necesidad de lo fortuito sin llegar a mezclarse jamás. Fue esto, frente a los ojos del experimentado paladín, la contundencia de la última palabra. Pues la última palabra siempre será su peso y tendrá su importancia, del mismo modo que es la historia que le antecede. Y esta historia se antecede a sí misma, como esa serpiente que come su propia cola. Resta el silencio obligado. Queda el callar obligado, ahí donde no se puede hablar, ahí donde la pieza canta. Porque el canto es el ritmo necesario de la palabra imposible.






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