sábado, 24 de julio de 2010

Edgar Argáez:
de anfibios y pez






En la virtud del lance se reconoce el portento del torero. La figura. El manejo. Eso que no es ensayado. Lo que las miles de pasadas forjan en la bestia feroz. Aquí, en el preciso instante, el entrenamiento da paso al movimiento innato, al dominio espacial que exige rigurosamente el traslado, necesariamente perfecto, para evitar la cogida del toro. La fuerza, pues, no está en el movimiento; mucho menos en el enfrentamiento con la bestia. La terrible potencia es forzosamente una, es decir, el diálogo con el antiguo maestro que parece hablar puntualmente a aquel cuya existencia jamás pudo prever, a la vez que el lenguaje propio, adquirido pero interno, el color de la letra trasladado a otro tiempo, a un espacio no planeado. Tal rompimiento desplazado nos dice que se prosigue, se retoma, el espíritu de una época aparentemente perdida, olvidada. Esto es lo que conocemos como la memoria de la cultura, lo cual no habla sino de un total desconocimiento de la potencia creadora. Podemos ver y hacer siempre que no se encuentre el origen de la línea.


Edgar Argáez, Bacalar, tapiza con una mezcla muy particular las superficies a las que se enfrenta. El mosaico que delata al sátiro-nagual entretejido con la caprichosa vegetación propia de los hermanos Lagarto, sus criaturas divertidas y tenebrosas. Y la línea como puente de todo. La línea como eso que trama a la letra con el dibujo. Una atroz sugerencia del posible nacimiento de la gráfica. La atrevida opinión, a la vez salvaje y prosaica, del parentesco entre el fauno y el cotorro, entre ese monstruo nacido de las profundidades dionisiacas y la pin up a la cual se le permitió coquetear con una lascivia casi infantil los calendarios cincuenteros.





Este mosaico, necesariamente provocado de consumir el imaginario de los distintos Méxicos en tiempo y espacio, llamado en las madrugadas del encierro descubierto en la laguna de Bacalar, encuentra su lugar en el terror que impide ver ese rincón abierto donde la cultura que hoy le es huésped y modelo; el verdadero olor de una ciudad que en su desarrollo acentúa el carácter que le define desde antes de llegar la cristiandad judaica. La crueldad del espíritu regiomontano, la pesadez de su humor, se dejan ver tanto como el aire que inunda las calles de Ruperto Martínez y Colegio Civil. Ambas son el núcleo oscuro, el chancro revestido con suaves túnicas. Necesariamente en ese orden. Este imperativo anuncia, pues, el encuentro entre el Lagarto y el Bacalao.
















Edgar Leal

4 comentarios:

  1. Esa bestia, la he escuchado...

    Quedo muy bueno el texto Edgar, está invitador, aunque también me dio curiosidad el lugar, no lo reconozco.

    Saludos

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  3. Escribir. Desescribir. No es una rutina muy recomendable

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